Pero entonces... ¿qué es el miedo?
Es algo difícil de contestar, porque el miedo lo es todo.
Expláyese.
El miedo duerme, descansa; tiene su lugar en la boca del estómago, tiene
su lugar como todos los demás órganos.
Descansa disperso y liviano, casi como flotando y rebotando
contra todo. Es como el humo cuando duerme. Y pareciera
no existir. Es por eso que uno lo subestima, porque él sabe perder
su peso y su presencia. Al miedo, no le interesa ser importante ni
tener protagonismo. Él sabe que lo es todo.
- Apoyó su dedo índice en mi garganta y deslizó su uña hasta la
boca de mi estómago; me dio un empujoncito con el dedo y caí de
espaldas. Un dolor insoportable poseyó mi plexo solar y contuve
los quejidos mientras me incorporaba-.
Suele ser desastrozo querer esquivar al miedo y no valerse de él.
Es decir, el miedo es necesario. Ayuda y hasta protege.
La razón por la que es desvastador el miedo, es porque el paso
del humo al sólido es radical.
¿Qué quiere decir con eso?
Como ya te había dicho antes, el miedo tiene su lugar en la boca
del estómago, o más bien, se hace su lugar en la boca del estómago.
Cuando no está allí, está disperso, disuelto. Como el azucar en el té,
se disuelve para pasar inadvertido, pero tiene un gusto siempre presente.
El miedo, tiene por cualidad, endurecerce y refugiarse entre la flor
intestinal y el esófago. Jamás quedan dudas cuando el miedo se apodera
de nuestro estómago.
¿Eso es el paso de humo a sólido?
Vamos a poner dos nombres para el miedo: la piedra y el humo.
Cuando el miedo es humo no se siente, pero sin olvidar que siempre está.
El humo nos hace dar cuenta de lo estúpido que somos, porque en definitiva
con el humo, atravesamos todo creyéndonos inmortales y suficientes. Sin
límites, prepotentes y soberbios. Solemos ser con el humo, águilas y leones.
Pero en realidad el humo no nos está dejando ver el cómo actuamos: como
gusanos y gatitos.
-Reí, pero él tuvo una mirada inflexible sobre mí. Entonces accedí a un
tenso silencio y me contuve para dejarlo proseguir con su discurso.-
Al humo - dijo - nuestra estupidez, le llega como una ráfaga de fuego. A partir
de allí comienza su metamorfósis. Pero es tan deliberado y tan ilimitado
que sobrepasa nuestro control. El humo se convierte en pequeñas particulas
de piedra que efervecen en nuestro interior y se funden entre sí. En poco
tiempo y sin advertirlo, el humo pasa a ser una piedra pesada en nuestro
tórax. De modo que su peso y su energía innífuga influye sobre todo nuestro
organismo. Y de ser sujetos todopoderosos, pasamos a ser lo que en verdad
el humo no nos dejaba ver: gusanos y gatitos.
¿Usted está diciendo que somos como gusanos o gatitos?
No. Definitivamente no entediste nada. Y cuando pudiste hacer una
pregunta mejor, hiciste una de la más estúpida.
El humo y la piedra son dos caras de la misma moneda. Si querés, miralo
como lo adverso, aunque así en verdad no sea. El humo nos muestra lo fuerte
que somos y la piedra, lo débil. No es una ciencia muy complicada. Nuestra
relación con los estados del miedo es inversamente proporcional. Y tanto como
nosotros de él, él depende de nosotros. Por eso debemos relacionarnos con él.
Pero... ¿me parece a mí, o usted está tratando al miedo como si tuviera
vida propia?
- Hundió su rostro en las palmas de sus manos en un gesto de suma
impaciencia hacia mí. Me sentí apenado y mi estómago se contrajo.-
Todo aquello que no puedas manipular - agregó - quizá tenga vida propia. O no,
por lo pronto el miedo es manipulable, pero sí, lamento decirte que
no del todo, porque... en fin, con el miedo tenemos una relación
dialéctica.
¿No puede matarse el miedo ya que tiene vida propia? ¿O es inmortal?
Otra pregunta estúpida. O no me escuchás cuando te hablo o sos demasiado
idiota. Te estoy diciendo que nuestra relación es simbiótica, que no
podemos vivir sin él, ni él sin nosotros.
O sea que si muere él...
Morimos nosotros.
Tenga vida propia o no, el miedo nos teme tanto como nosotros le tememos
a él. Digamos, que si hay una razón por la cual nos protege,
es que no quiere perdernos, porque sabe que depende directamente de nosotros.
Sin embargo, ni el miedo ni nosotros, por supuesto, nace sabiendo. Y es
nuestra tarea darle un límite y enseñarle como a un niño.
¿Enseñarle a qué?
-Su actitud pareció contundente: dio un suspiro y esquivó mi mirada.
Parecía harto de mí, pero yo no podía formar en mi cabeza una imagen mental
de lo que él contaba. Postergó la charla y se alejó de mí unos cuantos
metros con una actitud mundana. Se adentró en la masa oscura de la noche
y lo perdí. Grité para que volviera, pero no tuve respuesta. Me ví
solo y desprotegido.
El estómago se me hizo, entonces, una roca. Y vomité.