Es un lugar de bosque y playa, de arenas inquietas, de vientos insoportables. Una prolongada vía de huellas cansadas se deshacen en los médanos que rozan la patagonia; las gaviotas que merodean por allí atraídas nada más que por la casualidad, me observan y prosiguen con su vuelo eterno. Ya para cuando las aves se pierden en el horizonte, arqueo mi cuerpo y me siento en la cima de una montaña de arena, dejo que el viento me cubra de polvo. El concierto armonioso de la madre natura se vuelve un canto sagrado y aprovecho para ordenar los pensamientos, las ideas, los estados del corazón. Miro en dirección al océano: la inmensidad. Me pierdo en solo pensar la idea de la fragilidad y creo volverme más fuerte cuando veo a mi alrededor seres más frágiles que yo. Escarabajos que rapidamente se cruzan por la superficie de la arena, insectos, flores, yuyos, árboles, etc. Todo parece más vulnerable, siento que mis venas se llenan de ellos. El soplido invisible ya es insoportable, no hay refugio en el desierto azul. Eso que empuja y no se ve, impunemente moldéa variados peinados para mi cabeza, pero mi cuerpo no resiste y me dejo caer, lentamente tomo una forma horizontal; ahora me encuentro boca abajo.
No hay otro ser humano alrededor, la arena en conjunta danza con el viento da fuerte cosquilleos en mis piernas. Los pequeños sedimentos que de largo siguen se pierden inciertos en el mar. Apoyo mi mejilla derecha sobre la arena, tengo que dejar pasar la hostilidad de todos los elementos, tal vez en el suelo esté la solución. Cierro los ojos y puedo percibir todo el desierto a mi alrededor, comienzo a sentirme pequeño, diminuto; sostengo la teoría de que solo es una sensación. Abro los ojos y veo salir a un escarabajo debajo de la arena, al pasar por al lado de mi rostro se detiene, de alguna manera siento que me mira, algo que va más allá de la razón nos coloca en un lugar de entendimiento, del algún modo siento que compartimos la misma fragilidad, que ambos podemos percibir cuan cerca estamos de la muerte y cuan vulnerables somos ambos. El escarabajo y yo somos lo mismo. Yo, soy presa de aquello que no puedo percibir, del viento, del desierto, de la arena, de la inmensidad y del respeto que impone la naturaleza viva. Años de ciudad han fabricado una cortina a mi corazón, nada de esto puedo ver. ¿Pero de qué teme el escarabajo? Un águila pequeña vuela cerca, busca insectos. Esas miradas cruzadas que solo podemos apreciar por un instante se pierde cuando el escarabajo vuelve a ocultarse en otra pequeña madriguera. Tengo la sensación de que el águila nos mira y entiende lo que pasa: el insecto le teme a la bestia y sólo le queda huir y temer, pero ese hombre, asustado, ciego de terror, le teme a su propia bestia, a la que teme a todo, a la que le teme a nada. Tomé entonces una decisión para enfrentar esa idea gélida de muerte pálida, de desierto hostil. Solo caminar.
Nuevamente una hilera estrecha de huellas dejo sobre la arena del desierto cuasipatagónico. Los elementos poco a poco se hacen mis elementos y la soledad del ocaso pasa a ser mi tesoro más preciado. Otra vez el caminar es el motor de las huellas, la reconquista de lo ya pisado, de lo desconocido que siempre se ve. Llego al pueblo costero más cercaco, Pehuencó; allí todo está tranquilo, calmo. Pocos habitan ese terreno despojado de las urbes. Camino solo esta vez, tal vez extrañando caminar con alguien que también disfruta el sabor de dejar la huella (invisible o no), que encuentra los caminos para liberar a su bestia, ser que prima a su corazón por sobre todas las cosas.
Cayó la noche y entré en otro cielo. La visión es casi nula; es más el deseo de ver aquello que está más lejos. Siento en algún lugar fragilidad y fortaleza, caminos que nunca empiezan y nunca terminan. Ahora lo sé, escarabajo y yo somos lo mismo, al menos por ahora...
el lado activo del infinito
miércoles, 6 de enero de 2010
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